Resumen y ReseƱa de "A La Deriva" (Horacio Quiroga)


A LA DERIVA
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
El hombre pisĆ³ blanduzco, y en seguida sintiĆ³ la mordedura en el pie. SaltĆ³ adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusĆŗ que arrollada sobre sĆ­ misma esperaba otro ataque.
         El hombre echĆ³ una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacĆ³ el machete de la cintura. La vĆ­bora vio la amenaza, y hundiĆ³ mĆ”s la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayĆ³ de lomo, dislocĆ”ndole las vĆ©rtebras.
         El hombre se bajĆ³ hasta la mordedura, quitĆ³ las gotitas de sangre, y durante un instante contemplĆ³. Un dolor agudo nacĆ­a de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligĆ³ el tobillo con su paƱuelo y siguiĆ³ por la picada hacia su rancho.
         El dolor en el pie aumentaba, con sensaciĆ³n de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintiĆ³ dos o tres fulgurantes puntadas que como relĆ”mpagos habĆ­an irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. MovĆ­a la pierna con dificultad; una metĆ”lica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancĆ³ un nuevo juramento.
         LlegĆ³ por fin al rancho, y se echĆ³ de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecĆ­an ahora en la monstruosa hinchazĆ³n del pie entero. La piel parecĆ­a adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebrĆ³ en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
         —¡Dorotea! —alcanzĆ³ a lanzar en un estertor—. ¡Dame caƱa!
         Su mujer corriĆ³ con un vaso lleno, que el hombre sorbiĆ³ en tres tragos. Pero no habĆ­a sentido gusto alguno.
         —¡Te pedĆ­ caƱa, no agua! —rugiĆ³ de nuevo. ¡Dame caƱa!
         —¡Pero es caƱa, Paulino! —protestĆ³ la mujer espantada.
         —¡No, me diste agua! ¡Quiero caƱa, te digo!
         La mujer corriĆ³ otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragĆ³ uno tras otro dos vasos, pero no sintiĆ³ nada en la garganta.
         —Bueno; esto se pone feo —murmurĆ³ entonces, mirando su pie lĆ­vido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del paƱuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
         Los dolores fulgurantes se sucedĆ­an en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecĆ­a caldear mĆ”s, aumentaba a la par. Cuando pretendiĆ³ incorporarse, un fulminante vĆ³mito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
         Pero el hombre no querĆ­a morir, y descendiendo hasta la costa subiĆ³ a su canoa. SentĆ³se en la popa y comenzĆ³ a palear hasta el centro del ParanĆ”. AllĆ­ la corriente del rĆ­o, que en las inmediaciones del IguazĆŗ corre seis millas, lo llevarĆ­a antes de cinco horas a TacurĆŗ-PucĆŗ.
         El hombre, con sombrĆ­a energĆ­a, pudo efectivamente llegar hasta el medio del rĆ­o; pero allĆ­ sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vĆ³mito —de sangre esta vez—dirigiĆ³ una mirada al sol que ya trasponĆ­a el monte.
         La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durĆ­simo que reventaba la ropa. El hombre cortĆ³ la ligadura y abriĆ³ el pantalĆ³n con su cuchillo: el bajo vientre desbordĆ³ hinchado, con grandes manchas lĆ­vidas y terriblemente doloroso. El hombre pensĆ³ que no podrĆ­a jamĆ”s llegar Ć©l solo a TacurĆŗ-PucĆŗ, y se decidiĆ³ a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacĆ­a mucho tiempo que estaban disgustados.
         La corriente del rĆ­o se precipitaba ahora hacia la costa brasileƱa, y el hombre pudo fĆ”cilmente atracar. Se arrastrĆ³ por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedĆ³ tendido de pecho.
         —¡Alves! —gritĆ³ con cuanta fuerza pudo; y prestĆ³ oĆ­do en vano.
         —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamĆ³ de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyĆ³ un solo rumor. El hombre tuvo aĆŗn valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiĆ©ndola de nuevo, la llevĆ³ velozmente a la deriva.
         El ParanĆ” corre allĆ­ en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fĆŗnebremente el rĆ­o. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro tambiĆ©n. Adelante, a los costados, detrĆ”s, la eterna muralla lĆŗgubre, en cuyo fondo el rĆ­o arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en Ć©l un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombrĆ­a y calma cobra una majestad Ćŗnica.
         El sol habĆ­a caĆ­do ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrĆ­o. Y de pronto, con asombro, enderezĆ³ pesadamente la cabeza: se sentĆ­a mejor. La pierna le dolĆ­a apenas, la sed disminuĆ­a, y su pecho, libre ya, se abrĆ­a en lenta inspiraciĆ³n.
         El veneno comenzaba a irse, no habĆ­a duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenĆ­a fuerzas para mover la mano, contaba con la caĆ­da del rocĆ­o para reponerse del todo. CalculĆ³ que antes de tres horas estarĆ­a en TacurĆŗ-PucĆŗ.
         El bienestar avanzaba, y con Ć©l una somnolencia llena de recuerdos. No sentĆ­a ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿VivirĆ­a aĆŗn su compadre Gaona en TacurĆŗ-PucĆŗ? Acaso viera tambiĆ©n a su ex patrĆ³n mister Dougald, y al recibidor del obraje.
         ¿LlegarĆ­a pronto? El cielo, al poniente, se abrĆ­a ahora en pantalla de oro, y el rĆ­o se habĆ­a coloreado tambiĆ©n. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el rĆ­o su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzĆ³ muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
         AllĆ” abajo, sobre el rĆ­o de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sĆ­ misma ante el borbollĆ³n de un remolino. El hombre que iba en ella se sentĆ­a cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que habĆ­a pasado sin ver a su ex patrĆ³n Dougald. ¿Tres aƱos? Tal vez no, no tanto. ¿Dos aƱos y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sĆ­, seguramente.
         De pronto sintiĆ³ que estaba helado hasta el pecho. ¿QuĆ© serĆ­a? Y la respiraciĆ³n tambiĆ©n...
         Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo habĆ­a conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? SĆ­, o jueves...
         El hombre estirĆ³ lentamente los dedos de la mano.
         —Un jueves...
         Y cesĆ³ de respirar.
Su mujer corriĆ³ con un vaso lleno, que el hombre sorbiĆ³ en tres tragos. Pero no habĆ­a sentido gusto alguno.
         —¡Te pedĆ­ caƱa, no agua! —rugiĆ³ de nuevo. ¡Dame caƱa!
         —¡Pero es caƱa, Paulino! —protestĆ³ la mujer espantada.
         —¡No, me diste agua! ¡Quiero caƱa, te digo!
         La mujer corriĆ³ otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragĆ³ uno tras otro dos vasos, pero no sintiĆ³ nada en la garganta.
         —Bueno; esto se pone feo —murmurĆ³ entonces, mirando su pie lĆ­vido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del paƱuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
         Los dolores fulgurantes se sucedĆ­an en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecĆ­a caldear mĆ”s, aumentaba a la par. Cuando pretendiĆ³ incorporarse, un fulminante vĆ³mito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
         Pero el hombre no querĆ­a morir, y descendiendo hasta la costa subiĆ³ a su canoa. SentĆ³se en la popa y comenzĆ³ a palear hasta el centro del ParanĆ”. AllĆ­ la corriente del rĆ­o, que en las inmediaciones del IguazĆŗ corre seis millas, lo llevarĆ­a antes de cinco horas a TacurĆŗ-PucĆŗ.
         El hombre, con sombrĆ­a energĆ­a, pudo efectivamente llegar hasta el medio del rĆ­o; pero allĆ­ sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vĆ³mito —de sangre esta vez—dirigiĆ³ una mirada al sol que ya trasponĆ­a el monte.
         La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durĆ­simo que reventaba la ropa. El hombre cortĆ³ la ligadura y abriĆ³ el pantalĆ³n con su cuchillo: el bajo vientre desbordĆ³ hinchado, con grandes manchas lĆ­vidas y terriblemente doloroso. El hombre pensĆ³ que no podrĆ­a jamĆ”s llegar Ć©l solo a TacurĆŗ-PucĆŗ, y se decidiĆ³ a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacĆ­a mucho tiempo que estaban disgustados.
         La corriente del rĆ­o se precipitaba ahora hacia la costa brasileƱa, y el hombre pudo fĆ”cilmente atracar. Se arrastrĆ³ por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedĆ³ tendido de pecho.
         —¡Alves! —gritĆ³ con cuanta fuerza pudo; y prestĆ³ oĆ­do en vano.
         —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamĆ³ de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyĆ³ un solo rumor. El hombre tuvo aĆŗn valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiĆ©ndola de nuevo, la llevĆ³ velozmente a la deriva.
         El ParanĆ” corre allĆ­ en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fĆŗnebremente el rĆ­o. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro tambiĆ©n. Adelante, a los costados, detrĆ”s, la eterna muralla lĆŗgubre, en cuyo fondo el rĆ­o arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en Ć©l un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombrĆ­a y calma cobra una majestad Ćŗnica.
         El sol habĆ­a caĆ­do ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrĆ­o. Y de pronto, con asombro, enderezĆ³ pesadamente la cabeza: se sentĆ­a mejor. La pierna le dolĆ­a apenas, la sed disminuĆ­a, y su pecho, libre ya, se abrĆ­a en lenta inspiraciĆ³n.
         El veneno comenzaba a irse, no habĆ­a duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenĆ­a fuerzas para mover la mano, contaba con la caĆ­da del rocĆ­o para reponerse del todo. CalculĆ³ que antes de tres horas estarĆ­a en TacurĆŗ-PucĆŗ.
         El bienestar avanzaba, y con Ć©l una somnolencia llena de recuerdos. No sentĆ­a ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿VivirĆ­a aĆŗn su compadre Gaona en TacurĆŗ-PucĆŗ? Acaso viera tambiĆ©n a su ex patrĆ³n mister Dougald, y al recibidor del obraje.
         ¿LlegarĆ­a pronto? El cielo, al poniente, se abrĆ­a ahora en pantalla de oro, y el rĆ­o se habĆ­a coloreado tambiĆ©n. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el rĆ­o su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzĆ³ muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
         AllĆ” abajo, sobre el rĆ­o de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sĆ­ misma ante el borbollĆ³n de un remolino. El hombre que iba en ella se sentĆ­a cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que habĆ­a pasado sin ver a su ex patrĆ³n Dougald. ¿Tres aƱos? Tal vez no, no tanto. ¿Dos aƱos y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sĆ­, seguramente.
         De pronto sintiĆ³ que estaba helado hasta el pecho. ¿QuĆ© serĆ­a? Y la respiraciĆ³n tambiĆ©n...
         Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo habĆ­a conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? SĆ­, o jueves...
         El hombre estirĆ³ lentamente los dedos de la mano.
         —Un jueves...
         Y cesĆ³ de respirar.



“A la deriva” nos introduce en la fatĆ­dica experiencia  de Paulino, quien fuera picado por una  yararacusĆŗ luego de tener el infortunio de pisarla mientras andaba por la selva. A partir de ahĆ­, comenzarĆ” una lucha a contrarreloj antes de que el veneno acabe con su vida.
Sabiendo que no le queda mucho tiempo, corre hacia su rancho. Su mujer le da caƱa, ya que Paulina siente la garganta cerca. Luego de beber unos tragos, se dirigiĆ³ hacia su canoa para intentar cruzar el rĆ­o ParanĆ” y llegar a TacurĆŗ-PucĆŗ.
El veneno va rĆ”pidamente haciendo estragos en la pierna de Paulino y poco a poco se va dando cuenta de que no llegarĆ” a TucurĆŗ-PucĆŗ, asĆ­ que atraca en una costa para ir a buscar ayuda de su compadre Alves, pese a que estĆ”n enemistados. Grita desaforadamente por Ć©l, pero al no obtener respuesta, decide reanudar su viaje en canoa. Paulino pierde sus fuerzas hasta quedar tendido la canoa, resignado, exhausto…
Al cabo de un rato, empezĆ³ a sentirse sorprendentemente mejor. El dolor habĆ­a desaparecido casi por completo y ya no tenĆ­a sed. Paulino, entonces, empezĆ³ a recordar con nostalgia a su compadre Gaona (de TucurĆŗ-PucĆŗ) y a su ex patrĆ³n mĆ­ster Dougald hasta que finalmente dejĆ³ de respirar…

Quiroga mantiene expectante al lector con este relato que refleja detalladamente la desesperaciĆ³n e impotencia que se vive ante una situaciĆ³n lĆ­mite como la de Paulino en un contexto tan desfavorable como el que implica vivir alejado de la civilizaciĆ³n y de los servicios sanitarios. La voluntad del hombre es conmovedora pese a estar consciente de su inminente final.  Es interesante la precisiĆ³n con la que Quiroga describe el progreso del veneno en el cuerpo de Paulino. Esto facilita a que podamos comprender el sufrimiento que genera ser picado por una de estas serpientes. 

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